1. La primera vez que Dios me habló, Él estaba disfrazado de serpiente.
Era difícil reconocerlo por esa apariencia tan inesperada en un tipo como Dios, pero así es Él, siempre sagaz, sagaz como una serpiente, sí, exactamente como una serpiente.
Además está el antecedente: el demonio se le presentó a Eva disfrazado de ofidio. Nadie esperaría que Dios usara el mismo truco. Por eso mismo lo usó. Era la mejor manera de despistar. Ese día apenas fue una especie de examen.
Me dijo que era Dios. Yo le creí y en eso consistía la prueba, en que yo le creyera. Si llego a dudar, Él no me habría hablado nunca más.
Pero yo le creí. Me dijo que Él era el Padre Eterno. Que Él había creado el mundo y que lo controlaba casi todo. Casi.
Pero no me aclaró qué asunto no controla. Creo que no explicarme fue un efecto dramático. Me dejó en suspenso. Sigo en suspenso.
2. Sigo en suspenso porque la segunda vez que Dios me habló, no lo vi. Fue en una madrugada. Un lunes. Me habló al oído y me pidió que tomara nota, que me iba a dictar.
Dijo: este es el tercer intento de creación que hago. Soy perfecto, pero mis inventos no son perfectos. Esta vez fue el invento de un ser inteligente.
Dijo: inteligente, pero codicioso; inteligente, pero avaro; inteligente, pero lleno de odio; inteligente pero capaz de matar a sus semejantes.
Dijo más cosas que algún día voy a contar. Sí, ya sé, estoy acostumbrado a esa reacción: de seguro ustedes están pensando que estoy loco.
Pero no estoy loco. Pero ustedes insistirán que sólo un loco dice que Dios le habló. Lo que no saben es que Dios me advirtió que me llamarían loco.
Y también me dijo que Él no le va a hablar a esos cuerdos que están tan locos como para que les parezca imposible que Dios les hable.
Darío Jaramillo Agudelo
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