Lo soñado desea florecer en los templos,
abandonar su núcleo de sombras inflexibles,
sus átomos de sombra donde los hombres besan
a quienes ya no tienen cuerpo y las palabras
derrotadas aprenden el diámetro del fuego.
La azucena persigue sus sótanos; el cielo,
su forma, su basalto; la respiración quiere
ser nombrada o heñida, como el barro o los senos.
Tañen, por fin, las células antes oscurecidas
por el frío y la pólvora, idas bajo las alas
de la nieve (aunque insectos menores han creado
la ironía y la sal, y luchan por que el hombre
no acceda al mediodía). No son mudas las flores:
saben leer las horas, derrotan al cianuro,
esconden llamas dentro. Las cópulas empujan
sus astas hasta el fondo de viento y en la feliz
herida que abren quedan las pausas apresadas.
Hay oro bajo el músculo y un mar impronunciable
en el que se sumergen los seres intermedios,
las llagas intermedias. En las dunas, gaviotas
color de insomnio ocultan las perlas que tanta álgebra
suscitan. El orín de las fuentes ha desaparecido.
La avena muerde, quieta como el rocío: arroja
su sangre al mar en busca del ser que está en la aguja
que está en el boj que está en la electricidad
que está en el eucalipto. Los círculos, sin bordes,
alcanzan el final de la tierra: reposan,
y después, bajo luces infinitesimales,
crean el mar natal, el mar de la sequía,
de cuyos suaves cráteres brotan nudos, hidrógeno,
palomas, eslabones, escarcha matemática.
El mar es la primera palabra: su sedente
azul, como una inmensa saliva, delimita
los rostros, los teléfonos, los orgasmos más crueles,
las clavículas solo pensadas, las retinas
que verán tanta muerte. Se cierran los paréntesis
que no tuvieron nunca principio. La energía
de los cuerpos derriba el agua. Algas que no
existían respiran entre lunas carnívoras.
Se completan los bosques mutilados. Miríadas
de vínculos, igual que partos desbocados,
empapan las espaldas desiertas. Uva y fuego
tienen las mismas dudas. El mercurio es hermano
de todos los olivos, de todos los ancianos.
Pan multitudinario en la aciaga mirada
de los reptiles; súbitos juncos en las orillas
donde nunca hubo libros; garras en las pupilas
de las lampreas; grietas en la alta quemadura
del cuervo; hematomas que nada significan,
salvo, si acaso, olvido. Los fósiles regresan:
sirenas con durísimos recuerdos, embriagadas
de alas, dejan la lúgubre arcilla en que nacieron,
remontan las oscuras cataratas y viven,
en pura latitud, como besos que oscilan.
Los cuerpos no separan: articulan las ondas
que emite la materia, apaciguan la pleura
insurgente, conquistan los pétalos erectos,
avivan la memoria de la espada, refuerzan
los nudos del ciempiés y del bosque varado.
(fragmento de
LA LUZ OIDA
de Eduado Moga Bayona
Premio Adonais 1995
Ed. Rialp 1996
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